La primera vez que fumé mota estaba sobre un cerro desde el que se contempla todo el valle, miraba las nubes pasar y sentía las manos frías al tiempo que escuchaba lo poco que salía de los audífonos que acababa de pasarle a la morra de enfrente. Un primo preparaba otra manzana y yo sentía que se hacía tarde a medida que los fragmentos del darkside que alcanzaban llegar a mis oidos me recordaban el pasillo de un hospital, unas piernas delante mío y rechinido de rueditas mal lubricadas.
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